martes, 31 de marzo de 2009

El último hombre

Recuerdo ver, cuando era joven, a los viejos paseando bajo el sol ayudados por sus bastones. Parecía una caravana de condenados a muerte. Ya no hay hombres viejos en la Tierra, si nos olvidamos de mí, claro está.

Las personas –así es cómo les gusta ser llamadas ahora, sólo personas- siguen obsesionadas con la prolongación de la vida, sin embargo nunca han reparado en mí y en el milagro que yo significo. Puedo decir, en la víspera de mi ciento cincuenta cumpleaños, que soy el último hombre vivo que ha hecho el amor con una mujer. En realidad, hace más de una generación que un hombre y una mujer no copulan. Sí, copular. Porque eso es lo que hacen el resto de los animales para reproducirse. A veces pienso que a las personas no les ha gustado nunca el sexo, que sólo lo hacían conmigo por curiosidad. Sin embargo es difícil mantener este prejuicio después de leer la obra de Victoria Kazikowski, “Arqueología del empalamiento”. A las personas les gusta el sexo, pero entendido a la nueva manera.

Mi madre tuvo que pasar por una evaluación psiquiátrica para convencer al comité de natalidad de que su decisión de concebir un hijo varón por métodos tradicionales no era subversiva. Le advirtieron que probablemente su hijo llevaría una vida de soledad y marginación social, y no se equivocaron.

Crecí en un periodo de transición rodeado de mujeres, perdón, de personas, las cuales no tardaron en aventajarme en todos y cada uno de los aspectos de la vida. En realidad, las diferencias entre nosotros no se hicieron evidentes hasta que en octavo curso entré de lleno en la pubertad. Durante ese año mis compañeras de clase tuvieron su primera y última menstruación, mientras que a mí me crecía el pelo por todas partes y mi voz se iba haciendo cada vez más grave. Fue el año más feliz de mi vida. Estaba en la plenitud de la adolescencia y me encontraba rodeado de mujeres jóvenes y llenas de curiosidad. Fue una ilusión maravillosa. Hasta que alguien me consideró una amenaza y acabé mis estudios en el despacho de unos de los últimos profesores.

Casi medio siglo antes de que yo naciese, en la primavera de 2007, se comercializó en los antiguos EEUU el primer anticonceptivo femenino que suprimía la regla. Fue un fracaso total que apunto estuvo de llevar a la bancarrota a una de las compañías farmacéuticas más grandes de la época. Al menos hasta que se descubrieron algunos efectos secundarios inesperados. Al principio el miedo a lo nuevo y los prejuicios hicieron que el anticonceptivo se hiciera con una cuota de mercado ridícula, sin embargo las pocas mujeres que habían apostado por él comenzaron a notar en ellas algunos cambios que sólo podían ser perceptibles a largo plazo. El primer efecto secundario detectado consistía en que el envejecimiento natural de la piel se ralentizaba y, en unos pocos casos, se detenía por completo. Cuando se supo esto la patente del producto había caducado, de tal manera que los pequeños laboratorios pudieron comercializar genéricos que, sin embargo, ya no eran vendidos como medicamentos, sino como productos de estética. Las mujeres jóvenes comenzaron a consumir este supresor de la regla pensando en su cutis, sin embargo las consecuencias del consumo prolongado y sistemático de este inhibidor de la menstruación iban más allá, mucho más allá. Fue en la segunda generación cuando los científicos estuvieron en condiciones de afirmar que habían encontrado el cáliz de la vida eterna. Los supresores de la menstruación, afirmaban, ralentizaban el envejecimiento al revertir en beneficio de la mujer las energías dedicadas a la gestación. Bueno, en realidad no dijeron eso exactamente, simplemente abrumaron a la opinión pública con una marea de datos y fórmulas que muy pocos pudieron entender pero que transmitía claramente el siguiente mensaje: “papas, si queréis que vuestros descendientes vivan mil años, no tengáis hijos varones”.

“Papas…” Ahora ya nadie utiliza términos tan sexistas. Si nos olvidamos de mí, actualmente la raza humana está formada únicamente por mujeres eternamente jóvenes y completamente insatisfechas. Sin embargo la ausencia de varones no significa que no nazcan más niñas. Concebir una niña se ha convertido en algo imposible sin la ayuda de la tecnología, pero esto no quita que el nacimiento de un nuevo ser humano no siga siendo un hecho cotidiano. Hace faltan falta nuevas generaciones porque las mujeres, aunque son eternas, también enferman y mueren a causa de los accidentes.

Ahora, en mi lecho de muerte, mientras evoco la caravana de viejos y viejas que caminaban apoyados en sus bastones, me pregunto por qué a los varones no se nos dio la oportunidad de disfrutar de la eternidad. La mayor parte mis compañeras de estudio siguen vivas y casi no han cambiado en ciento cincuenta años. La razón de esta desigualdad radica en que desde el principio pocos científicos se preocuparon por aplicar los nuevos descubrimientos a la fisiología de los varones. Muy pocos. Aunque hubo algunos bioquímicos, la mayor parte de ellos con hijos varones de corta edad, que durante los primeros años de aquella transición sí se aplicaron en el intento. Pero sin resultados. Las futuras madres, mientras tanto, o no tenían tiempo o no querían arriesgarse a ver cómo su hijo varón envejecía y moría antes que ellas, de tal manera que comenzaron a dar a luz única y exclusivamente a niñas. Excepto gente como mi madre y un puñado de mujeres más.

En realidad no fue tan malo ser varón en un mundo poblado casi exclusivamente por mujeres jóvenes. Nunca me faltó el dinero ni la compañía. Las mujeres de la alta sociedad pagaban mucho por acostarse con alguno de los pocos hombres que conservaban la virilidad. Si pudiera retroceder en el tiempo y corregir algunos errores… El dinero fácil que proviene sólo del atractivo físico tiene fecha de caducidad. Me sentía como un Kent, como un juguete de plástico en manos de mujeres poderosas, pero no era consciente de ello. Sólo cuando la vejez comenzó a amenazarme me di cuenta de lo trágico de mi destino. Pocos años después, mirarme resultaba ya tan repulsivo que casi nadie era capaz de permanecer mucho rato a mi lado. La humanidad había olvidado la belleza solemne de la vejez y las personas, cuando me contemplaban sentado al sol, ya no veían en mí a una proyección de sí mismas en el futuro, porque se sentía asqueadas por lo que consideraban una deformidad. Poco a poco fui quedándome solo. Afortunadamente mi madre aún vivía por aquellas fechas y cuidó de mí como si fuese su abuelo. Fue muy triste para ella. Pero eso no justifica su suicidio.

Desde que se mató estoy totalmente solo. Como esos viejos cuyos seres queridos dejaban abandonados antaño y que sólo se acordaban de ellos a la hora de repartir la herencia. Si no fuera por la gente de la universidad que me descubrió, me habría muerto de hambre y asco. Sé que estas mujeres sólo ven en mí a un sujeto de estudio y que, aunque intenten mostrarse amables conmigo, comparten a mi lado mis últimos días para poder registrar cómo me voy apagando poco a poco. Katrina me ha animado a que escriba mi historia y al hacerlo me he dado cuenta de que éste va a ser mi testamento. No es mucho, pero al menos es suficiente para captar la atención de estas hermosas jóvenes que me atienden. A fin y al cabo era lo que más ansiaban aquellos viejos que paseaban bajo el sol, no ser definitivamente olvidados.

sábado, 28 de marzo de 2009

Noches breves.

No había vuelto a ver a Patricia desde que era un adolescente. Preguntó por ella varias veces y la información que le dieron siempre fue decepcionante. Al final no había podido viajar al país que la vio nacer como hija de la inmigración. Del sueño de Australia a la dura realidad de la caja registradora del Mercadona del barrio. Alberto sabía que la ley del mérito es una estafa, pero esta convicción no lo consolaba frente a la opinión generalizada de que cada uno tiene lo que se merece. Patricia nunca tuvo muchas oportunidades. Cuando naces pobre acabas por resignarte ante el inexorable paso del tiempo. Cada año que pasa, el sueño australiano quedaba un poco más lejos frente a las obligaciones que imponía la hipoteca. Al menos había podido comprar el piso donde ella y su madre habían vivido en régimen de alquiler.
No había vuelto a ver a Patricia desde entonces y no le gustó volver a verla de esa manera. Alberto esperaba frente al mostrador vacío de una tienda de móviles cuando un sonido lo sobresaltó. Hasta entonces era uno de esos sueños inocentes que tenemos en mitad de la noche y que no nos alteran demasiado. Pero cuando la silla de ruedas chocó contra el mostrador quedó claro que aquello era una pesadilla. Ella le sonrió y él pudo disfrutar de nuevo de la visión de su dentadura blanca y perfecta. Patricia continuaba tan joven y bella como Alberto la recordaba, sólo que esta vez algún terrible accidente parecía haberla dejado atada a una silla de ruedas.
-No estoy atada -contestó ella, capaz aparentemente de leer sus pensamientos-, puedo mover la parte superior del cuerpo, ¿ves?
Y entonces se despertó. Alberto miró el reloj de la mesita de noche y refunfuñó algo al comprobar que sólo eran las cinco de la mañana. Sabía que no podría volver a conciliar el sueño así que se levantó de la cama y encendió el medio cigarrillo de marihuna que siempre dejaba en el cenicero antes de ir a dormir. No necesitaba muchas horas para conseguir un descanso reparador, pero le molestaba despertarse de esa manera. De repente recordó la pesadilla que acababa de tener y pensó en Patricia. ¿Había tenido un simple sueño o una precognición?

jueves, 26 de marzo de 2009

Una relación homeopática

Desde hace años mantengo una relación homeopática con mi madre. Esto es, en lugar de seguir las prescripciones del médico de familia ingiero cantidades infinitesimales de su amor materno. Con el resto el clan, en cambio, hago lo que la mayoría de los hombres hacen con su cuerpo, símplemente lo ignoro. La homeopatía es una patraña, pero como técnica paliativa de traumas infantiles es insustituible. A mi madre la veo una vez al mes y a pesar de todo -o mejor dicho, a causa de todo- cada vez que lo hago vuelvo a mi casa con dolor de estómago.

He visitado a muchos especialista. El primero cuando apenas era un adolescente, en compañía de mi madre, claro está. No recuerdo haber estado tan enfermo como entonces. Parecía gastritis, pero el estómago me dolía como si tuviera una maldita úlcera sangrante. Cuando tenía 18 años tomaba ya tantos antiácidos que pensaba que a los 30 tendría que alimentarme a base de batidos dietéticos.

Todo cambio cuando un año después salí huyendo del nido para no volver. Curiosamente no fue enfrentarme al problema lo que acabó con mi enfermedad. Si le hubiera hecho caso al médico ahora estaría pudriéndome entre el rencor y la envidia, como le pasa al otro. La solución llego sola con la distancia y el aislamiento: la homeopatía.

La familia es un veneno con el que nacemos y que corroe nuestra autoestima en la forma de complejo de culpabilidad. Empiezas sintiéndote un mal hijo y acabas creyéndote mala persona. No hay cura para esta enfermedad. Como dije anteriormente, sólo podemos ignorar sus efectos.

Soy muy bueno ignorando el dolor. Me han pegado tantas veces que creo que casi disfruto con el subidón de adrenalina. Pero hay dolores sordos que nunca se curan y con mi madre y mi estómago se establece una curiosa relación de causa-efecto. Ya puedes reconciliarte con el mundo. Ya puedes gastarte miles de euros en terapia... Pero la herida abierta que deja en el alma de un niño la convicción de que su madre no le quiere es una enfermedad crónica imposible de tratar. La medicina tradicional no me vale y la única solución que he encontrado hasta el momento consiste en alejarme del patógeno.

Soy como los senderistas alérgicos al polen que se enfrentan al primer brote de primavera.

lunes, 23 de marzo de 2009

Este tiempo ya ha pasado.

Hoy toca un cuento corto. Siempre me gusta jugar con la idea de que mi existencia no es más que un reflejo del futuro. Esto es, que el tiempo que tú y yo vivimos a cada instante es un tiempo que ya ha pasado. Que nuestra realidad no es más que la recreación de un universo posible causada por un viajero del tiempo.
Es muy sencillo.
Este juego se resume en una frase: tú y yo y todos los que habitamos este mundo ya estamos muertos. De hecho hace milenios que nos convertimos en polvo. Tu tiempo no es el presente, puedes estar seguro.




Este tiempo ya ha pasado.

-No tengas miedo Lola –le dijo Carlos mientras la protegía con su cuerpo-, porque este tiempo ya ha pasado.
El techo se desplomaba sobre ellos y Carlos no dejaba de ser nunca un enajenado que se había vuelto loco. Pero la realidad en forma de cascotes se abatía sobre él en ese instante, al mismo tiempo que se daba cuenta de que en ninguna de sus pesadillas se había encontrado en esa dramática situación. Y entonces, por primera vez en muchos meses sintió miedo.

Hace justo un año que Carlos Vilar tuvo su primera experiencia onírica y con ella comenzó su proceso de separación de la realidad. Nunca le contó a nadie qué fue lo que vio entonces, a pesar de lo mucho que le gustaba hablar, sobre todo de sus pesadillas. Aquella primera experiencia había producido en él un cambio en su percepción, que no en su personalidad, pues siempre había sido muy excéntrico. Empezó a decir que el tiempo que vivimos es un pasado recreado por un viajero del futuro. Y que ese viajero lo estaba buscando a él. Que había viajado en el tiempo para encontrarle. Repetía esta cantinela una y otra vez a todos los que le escuchaban. Los más allegados pensaban que leía demasiadas novelas de ciencia ficción, porque le apreciaban y no querían admitir que lo que tenía era algo más que un trastorno del sueño. Al resto, a los que contaba sus historias de sonámbulo en los bares del pueblo, les hacía gracia y simplemente se reían de él. Sólo la Lola lo escuchaba con respeto, la bruja cubana de la que todos decían que trabajaba de puta en un camino de la capital, pero que en realidad se dedicaba a echar las cartas en una tienda de dietética del centro de Castellón.
Carlos comenzó a complicarse la vida. Ni siquiera las rentas por el alquiler de los dos pisos que había heredado de sus padres le daban para llegar a fin de mes. Viajaba alrededor del mundo, pero pocas veces siguiendo las rutas del turismo de masas. Él visitaba lugares de interés como el desierto de Nazca… Pero no había ido allí sólo para ver las misteriosas figuras labradas en el suelo del desierto. Carlos cruzó el Océano desde su pueblecito natal de la Serra d’Espadá y se adentró en el desierto chileno para tener un encuentro con un OVNI. Naturalmente, no consiguió su objetivo. Sin embargo a punto estuvo de morir de hipotermia la noche que meditó al raso completamente desnudo. Después de esa noche de frío, sus visiones cobraron tal fuerza que lo volvieron definitivamente loco. Carlos no sólo soñaba, sino que veía el futuro. Al menos eso es lo que él siempre creyó, aunque nunca pudo convencer a nadie de ello.
Cuando a la vuelta de su gran viaje le contó a todo el pueblo lo que le había pasado y que iba a mudarse a Valencia para abrir un despacho, sus paisanos no se sorprendieron demasiado. Y como en sus paseos nocturnos Carlos nunca se había mostrado violento, ni siquiera su tío Vicente pudo encontrar una excusa para impedírselo, ya que tenía casi cuarenta años y una buena renta. Consiguió convencer a Lola para que lo acompañase en su nueva ocurrencia. “Serás mi secretaria, y podrás echar las cartas en el mismo despacho”, le dijo. Y en un par de semanas tenía el negocio abierto en un entresuelo de la calle Colón. Un despacho de detective. De investigador de lo paranormal –con un servicio de Tarot a cargo de Lola. Un proyecto empresarial abocado a la ruina que durante todos esos meses sólo se mantuvo en pie gracias a la venta de un terreno. Aunque no tenía clientes Carlos estaba satisfecho, porque poseía una ocupación. Un oficio. Pero no se mantuvo ocioso durante ese tiempo. Llegó a la conclusión de que si el viajero en el tiempo lo estaba buscando, lo más inteligente sería que se ocupara a su vez él de esta tarea. Al fin y al cabo, el lugar más seguro para la presa se encuentra detrás del cazador.
Pero antes necesitaba soñar. Ver el futuro para anticiparse a su perseguidor.
No hay nada tan difícil como empeñarse en quedarse dormido y conseguirlo. Carlos recurrió a varios métodos naturales que Lola le suministró antes de resignarse a tomar un somnífero. Cuando al fin logró dormir, no soñó nada en absoluto. O al menos no podía recordarlo cuando despertó bien entrada la noche. Todo un día de trabajo perdido, se lamentó. Miró en torno y se dio cuenta de que Lola se había marchado a casa. En fin, para lo que me está sirviendo su ayuda…. Al menos ella le saca partido al local… ¿Y por qué no? Algún día uno de sus clientes puede que necesite información especial. Algo que no puedan decirle las cartas. Miró el reloj del teléfono móvil, que al principio no encontró porque lo había dejado debajo del sofá. Las doce y media… El caso es que no tengo sueño…
Para Carlos Vilar lo mejor de trabajar en el centro de una ciudad como Valencia era que podía llegar caminando a los bares del Barrio del Carmen, donde los locos y los borrachos se reúnen de madrugada. Allí se sentía en su hábitat. Sin nada mejor que hacer, decidió pasar la noche en el concurrido bar de mala muerte al que acudía las madrugadas como ésta y que estaba situado en el barro viejo, detrás de La Lonja. Tan estrecho, que si uno de sus clientes se desmayaba difícilmente tocaba el suelo al desplomarse, pues su cabeza impactaba antes contra la pared y quedaba allí, apoyado de una forma grotesca. El lugar estaba casi vacío sin embargo, sólo un viejo borracho bebía coñac en la barra. Tenía un aspecto extraño, pues si bien su larga melena plateada indicaba su vejez, el rostro, sin embargo, era artificiosamente juvenil. Estaba claro que había pasado varias veces por las manos de un cirujano plástico. Era el bar de todas las madrugadas en vela y sin embargo esta vez había en él cosas que lo hacían diferente. El viejo, la ausencia de clientes habituales, el techo… Nunca antes se había fijado en lo alto que era el techo de este bar y en lo angosto de sus dimensiones.
-Este coñac es excelente… -la voz provenía del viejo, sonaba distorsionada, como venida de otro lugar.
-Tiene razón –contestó Carlos-. Pero no todas las noches puede uno decir lo mismo, ¿verdad Pepe? –dirigiéndose al camarero- ¿Por qué no me pones a mí lo mismo que al abuelo?
Éste no respondió y se limitó a salir de la penumbra dónde secaba los vasos para servir a Carlos. Pepe nunca había sido un camarero hablador, pero nunca antes se había mostrado tan hosco con él. Carlos trató de adivinar su estado de ánimo escrutándole el rostro, sin embargo una extraña penumbra lo acompañaba, velándolo. Salpicaduras de coñac al chocar contra el hielo del vaso llamaron entonces su atención y se sorprendió al ver como éstas se evaporaban casi al instante, dejando sobre la barra un poso arenoso. Pepe limpió estos restos con unas zapatillas de andar por casa y antes de que Carlos pudiera preguntar nada, le sirvió un cuenco de frutos secos.
-No te había visto antes por aquí –le dijo el viejo-, ¿vienes en el turno de mañana?
Desde su rincón en la penumbra la risa equina y desproporcionada de Pepe retumbó en los altos techos del bar. Eso devolvió a Carlos a la cotidianidad, pues aquella risa inhumana era la característica por la que era popularmente conocido Pepe el camarero.
-Eso mismo estaba a punto de preguntarle yo –respondió Carlos-. ¿Cómo puede ser que nunca antes nos hayamos encontrado si somos habituales?
-Tal vez porque no resulta tan sencillo como parece…
-Es verdad… -Carlos cogió un cacahuete y se lo metió en la boca, estaba blando y húmedo como una aceituna- La vida nos atrapa en su rutina… Pero usted no parece alguien con muchas obligaciones diurnas.
-Carlos, ¿sabrías reconocer a un fantasma si pudieras verlo?
-¿Cómo sabe mi nombre? –Carlos cogió al viejo fuertemente por el antebrazo, pero aunque lo tenía sujeto, no sentía en su mano otra cosa que la presión de sus propios dedos sobre la palma.
-¿Serías capaz de creerme si te dijera que ya estás muerto? –el viejo seguía con su cantinela, como si fuera inmune a cualquier cosa que Carlos pudiera hacerle- ¿Que por tu culpa miles ya han muerto y que millones van a hacerlo en los próximos meses?
Entonces Carlos reconoció al hombre de sus pesadillas. No se parecía a él, pero era sin lugar a dudas el viejo. Cuando trató de ver su reflejo en el cristal del mueble-bar no pudo hacerlo, pues la decoración había cambiado de nuevo, transformándose esta vez en algo muy parecido a la cocina comunitaria que estaba justo encima de su despacho. Miró en torno a él y, sin embargo, a su espalda el sórdido bar de Pepe seguía siendo el mismo. El humo lo cubría todo, un humo blanco y espeso. Tan maleable que podían dibujarse con él figuras en el aire. Carlos no pudo resistir la tentación y comenzó a jugar con aquella masa informe. Olía mucho a gas natural, pero a pesar de ello intentó darle forma. Esculpió dos rostros con un talento que desconocía poseer. Éstos se mantenían a duras penas en el aire y Carlos los sujetaba con ambas manos para evitar que cayeran. Los reconoció enseguida. Eran sus padres muertos. No guardaba un buen recuerdo de ellos. No fueron unos buenos padres. Este pensamiento removió algo en él y dejó que la gravedad se apoderase de su obra. Los rostros de sus padres se deslizaron entonces hacía el suelo con el peso de una pluma, acumulándose en un rincón del bar en compañía de gran cantidad de ese humo con textura de merengue.
-¿Quién eres? –le dijo al viejo- ¿Qué quieres de mí?
-¿No lo entiendes? –le respondió éste- Yo soy tu fantasma en un futuro donde tu cuerpo hace años que yace bajo tierra y la humanidad sigue existiendo. Sólo así puede cambiar el futuro un muerto.
-¿Qué futuro? –Carlos sabía muy bien a qué se refería el viejo, pero ni tan siquiera ante él, ante sí mismo, estaba dispuesto a reconocer lo que vio en su primera visión.
-El futuro que viste y que nunca te atreviste a contar a nadie –su fantasma lo guiaba en esta búsqueda de su verdadera identidad.
-El virus…
-El mismo que en estos momentos permanece latente en tu sangre y que dentro de dos meses sufrirá su primera mutación –el rostro del viejo se transformó en el suyo y Carlos comprendió lo que ya sabía. El viejo era el Carlos del futuro que una vez muerto había vuelto al pasado para avisarse a sí mismo. Muy propio de nosotros, pensaron ambos-. El virus del fin del mundo, Carlos. Vamos a ser los culpables de la extinción de la humanidad, si no hacemos algo… radical, para remediarlo –sentenció su fantasma.
-Quizá podamos encontrar una cura… -replicó Carlos a su fantasma- Tú conoces las características de ese virus que va a acabar con el mundo, ¿no? Podemos avisar al ministerio de Sanidad, ellos sabrán qué hacer.
-No hay tiempo –contestó aquél-. Además, no tenemos formación científica, no sabríamos cómo describir algo que aún no existe.
Carlos intentó beber coñac, pero en su mano ya no sostenía el vaso, sino un mechero de cocina. Su fantasma, idéntico en apariencia a él, sostenía el tubo seccionado de una tubería conducción de gas natural.
-Dices que dentro de dos meses el virus del que soy portador sufrirá una primera mutación –dijo casi suplicando-, ¿por qué no esperar hasta entonces? Cuando el virus exista podremos demostrar su peligrosidad. Podemos avisar a las autoridades y entonces nos creerán.
-No podemos arriesgarnos… -la voz de su fantasma sonada paciente pero firme- Ojalá pudieras sentirte tan culpable como yo me sentía por seguir viviendo, entonces no tendrías dudas.
-¿No fue el virus lo que te mató?
-Oh, no… De ninguna manera. No seremos tan afortunados –la sonrisa del fantasma se volvió amarga-. Somos los heraldos de la última peste. Los testigos de la extinción de la humanidad. Pero lo que no puedes saber, Carlos, es que ya te has rebelado contra nuestro destino…
-Un momento –Carlos intentaba detener el curso de los acontecimientos, pero sabía que difícilmente podría resistirse a sí mismo-, ¿de qué clase de medida radical estamos hablando?
-De tu muerte Carlos, de nuestra supresión en el devenir de los acontecimientos…
-Quieres que me mate… -Carlos se apartó un poco de su fantasma de manera casi instintiva- Pues no pienso hacerlo, de ninguna manera. Quiero vivir.
-Eso ya no está en tus manos, mi antiguo yo –su fantasma le miró fijamente y Carlos no pudo reconocerse en su interlocutor-. Si estoy dándote explicaciones de lo que vamos a hacer, es porque creía que merecías algo más que una disculpa.
Carlos adoptó una actitud defensiva. En su mano apareció de la nada un cuchillo. Y luego el cuchillo se transformó en una pistola que no disparaba… Su fantasma sonrió.
-Ves como no has comprendido nada…

Carlos se despertó al oír la puerta. La luz del alba se filtraba a través de las varillas de aluminio de la cortina estilo veneciana. Lola entró en el despacho con la energía acostumbrada sin saber que su jefe seguía dormido sobre el sofá. No parecía sentirse culpable por haberlo despertado porque sonrió.
-Buenos días tenga usted, bello durmiente –traía en la mano un cucurucho de papel con media docena de churros humeantes-. ¿Quiere desayunar?
En ese preciso instante el sonido seco y grave de una explosión de gas sacudió todo el edificio. Carlos se abalanzó sobre Lola y la tiró al suelo.
-No tengas miedo Lola –le dijo Carlos mientras la protegía con cuerpo-, porque este tiempo ya ha pasado.

El tío Vicente no estaba seguro de si era ella. Pero cuando reconoció a Lola sintió un gran alivio. No había vuelto a visitar la tumba de su sobrino Carlos desde el día del entierro. No pudo ver a Lola entonces, porque seguía convaleciente de las heridas causadas por el derrumbe. No se le ocurrió pensar que quizá no era el momento ni el lugar más adecuado para decir aquello, pero una vez hubo acabado de contarlo todo, no creyó haber obrado mal. Carlos había sido un héroe al protegerla con su cuerpo, sin embargo era justo que supiese que la policía atribuía al propio Carlos la manipulación del conducto del gas de la cocina comunitaria. Había utilizado un mechero que había dejado encendido sobre la encimera. Cuando el gas natural acumulado llegó a esa altura, ¡Boom! Sólo el pasado de maltrato de Carlos y sus problemas de sonambulismo podían explicar aquel comportamiento. Enajenación mental transitoria. Sin embargo Lola se resistió amablemente a creer la versión de la policía. Sabía que Carlos era una persona especial y que, en uno u otro sentido, conocía lo que iba a ocurrir porque podía ver el futuro. Lo que nunca pudo entender es porqué no quiso contarle ni siquiera a ella lo que veía.

domingo, 22 de marzo de 2009

Aforismo

Somos la consciencia del átomo.

sábado, 21 de marzo de 2009

Mirándome el prepucio...

Como prometí, ahí va uno de mis textos perdidos. Está dedicado a un ex-amigo que tuve. Un ser tan patético, que generaba tanta compasión como desprecio. De ahí que me costara tanto librame de él. Aunque aún debo dinero por su culpa...
MIRÁNDOME EL PREPUCIO

Después de tantos años he llegado a la conclusión de que sólo soy capaz de sincerarme con mi prepucio. Me llamo Alejandro Teruel de Miraflores y mi nombre encierra el resumen de mi vida: “aléjate de mí”. Parece que todos han llegado a la misma conclusión después de conocerme.
Mentiría si te digo que me lo esperaba, pues nunca me he considerado un mal tipo. Soy un hombre abandonado. Pero nadie puede recordar de mí una mala palabra… Siempre me esforcé en caer bien a la gente y he procurado rodearme de los mejores. La clave del éxito reside en ello, os lo puedo asegurar, porque desde que inicié mi aventura en solitario no han dejado de salirme mal las cosas.
Vivo en un bonito ático cerca de la playa de la Malvarossa y cuando se celebra el gran premio de Europa de Fórmula 1, me siento en el balcón con un Bitter en la mano y disfruto de la carrera. En realidad no se ve gran cosa, porque la mayor parte del circuito queda oculto detrás de los edificios que tengo delante y sólo cuando algún piloto pierde el control lo veo pasar como un rayo levantando tras de sí una nube de polvo. Ya no invito a nadie a ver la carrera conmigo. Una vez lo hice con los compañeros de trabajo y aún tengo que soportar sus burlas. Yo nunca sugerí que pudiera contemplar toda la carrera desde mi balcón. Sólo dije que se veía el circuito desde mi casa y fueron ellos los que montaron la quedada el día del campeonato. Mi primo me enseñó que una mentira no es lo mismo que un silencio, así que omití algunos detalles. Mi primo es abogado. Yo también lo soy pero me he inclinado por la aventura empresarial porque considero que es en este ámbito donde pueden destacar los mejores…
En realidad me faltan un puñado de asignaturas para tener el título, pero esto no lo sabe nadie.
Tengo casi cincuenta años y actualmente desempeño un puesto ejecutivo en una firma del Corte Inglés. Estoy soltero pero soy incapaz de decir el número exacto de mujeres que han disfrutado conmigo. Creo que el hombre ha nacido para dar placer a la mujer, el verdadero sujeto de la historia. Por eso es tan importante escoger con cuidado a tu pareja. No puede ser cualquiera, porque una mujer no es un coche. Como en el caso de los hombres, tengo predilección por las de gama alta, aunque he de reconocer que la mayor parte de mis amantes eran unas guarrillas. Una buena mujer te da mucho más prestigio que un buen trabajo, ya que una mujer así no se casa con un cualquiera. Desgraciadamente nunca me he cruzado con una de esa clase. Lo más parecido, fue una novia americana que tuve hace unos años y en realidad no era americana, sino de Niuyork. Tampoco los americanos son lo que eran hace unos años, pero los de Niuyork siempre serán de Niuyok.

Me considero un hombre culto, por encima de la media. Y un magnífico jugador de ajedrez. Después de agotar de placer a una mujer, no se me ocurre actividad más estimulante que vencer a un oponente en el tablero... Siempre queda como un idiota. Es el mejor deporte que existe, pues puedes vencer a muchos durante toda tu vida sin importad la edad que tengas. Yo sólo juego para ganar y he de reconocer que no soporto perder. Tal vez por eso me cuesta tanto retener a los amigos. Pero no importa, pues en el mercado sigue habiendo un gran excedente de personas ansiosas por ser aduladas.

Siempre he tenido perros en casa. Me gustan los perros. Son agradecidos y están convencidos que soy el mejor amigo que nunca han tenido. Mi perra se llama Gambito y es una hembra terrier. Me gustaría llevármela a hacer footing de vez en cuando porque dicen que se liga mucho con un perro, pero me es imposible. A Gambito le da pánico el mundo exterior. Cuando viene alguna visita se mete debajo de mi cama y acaba por mearse en mis zapatos. Pero Gambito es mi único amigo y a un amigo se le disculpa todo.

En fin, es una lástima que no todo el mundo opine como yo, porque en realidad no soy mal tipo.

viernes, 20 de marzo de 2009

Llegado a la grapa...

Si la vida tiene la estructura de una narración, entonces creo que ya he llegado a la grapa.

Libro de familia, álbum de fotos... Encuadernamos todo lo importante para poder hacer en la vejez un repaso de nuestros éxitos y fracasos.

Actuamos por delegación, como los viejos mitos del cine incapaces de rodar según qué escenas. Nuestros hijos son la secuela de una película que ha tenido un final precipitado, preferimos que sean ellos quienes cargen con el peso de la trama. Así, esperamos obtener sentido a nuestra vida a través de sus éxitos.

Tengo 35 años y mi vida, más que a un libro, se parece a un fanzine de esos que se hacen con fotocopias.

El objetivo de este blog es dar salida a mis escritos.

Josep Martin Brown es un seudónimo. Nadie recibe al nacer un nombre tan de película. Y eso es un alivio, pues si estuviéramos predestinados por nuestro nombre yo estaría siempre en Babia.