miércoles, 17 de marzo de 2010

De Peter Pan a la Bella Durmiente



DE PETER PAN A LA BELLA DURMIENTE

Se opuso al devenir del tiempo y contra todo pronóstico consiguió salir airoso. Solo los niños muy desgraciados son capaces de visualizar su propia muerte. Más tarde, cuando ya tenía cuarenta años, resultaba evidente que no sería el reloj lo que acabaría con él. El pelo plateado era lo único que revelaba su auténtica edad -ochocientos ochenta y ocho años terrestres- en su rostro de treintañero, surcado a penas por unas cuantas arrugas de expresión.

El triunfo de la voluntad de poder. Si la Fe de los hombres es capaz de hacer realidad a sus dioses tras la muerte, ¿por qué un humano no podía vivir eternamente si se lo proponía? Por lo que él sabía, era único en su especie. La mayoría de los humanos alcanzaban el amor verdadero en el lapso breve de sus vidas. Si lo encontraban era porque se proponían encontrarlo y creían en ello. Otros ambicionaban el éxito y muchos de ellos alcanzaban una celebridad que pronto detestaban. Muy pocos tenían depositada su fe en la propia felicidad porque esta solía relacionarse con el pecado. Aún así a los que la alcanzaron tarde o temprano se les acusaba de perder la virtud.

Cuando todo el mundo cambió él continuaba siendo el mismo. Nunca tuvo hijos. Al parecer por miedo a perderse en la maraña de responsabilidades familiares. Siempre fue un marido fiel, pues las aventuras solo podían traerle nuevos problemas y estos serían difíciles de controlar. El tiempo pasaba y él continuaba siendo un niño enfadado. Pero cuando sobre la Tierra los hombres y las mujeres ya no eran ni hombres ni mujeres, cuando los niños estaban prohibidos y turistas de otros mundos acudían a visitar la Tierra atraídos por su exotismo, entonces y solo entonces se dio cuenta de que su complejo de Peter Pan carecía de sentido. La ciencia alienígena era tan avanzada que resultaba indistinguible de la magia. La Fe ya no era necesaria para volar, pues los calamares vendían a precio de saldo los cinturones antigravedad.

En las postrimerías del tercer milenio el ser humano había evolucionado tanto que Leonardo a penas hubiera sido capaz de reconocerlo. Él, sin embargo, nunca quiso cambiar y por eso vivió lo suficiente como para ser testigo de la evolución de su propia especie. La soledad era insoportable. La languidez comenzaba a adueñarse de su vida conduciéndolo inexorablemente hacia un autismo hermoso. Quizá el tiempo no acabase con el, pero la peligrosa pasividad en la que había caído en los últimos meses amenazaba seriamente su salud.

El psicopatólogo fue claro en su diagnóstico: síndrome de bella durmiente. Si murió es porque así lo quiso. Cansado de esperar al príncipe azul y hastiado de un mundo sin lugar para la magia.