sábado, 14 de noviembre de 2009

Tierra de leyendas VIII

Mi participación en el Tierra de Leyendas VIII ha sido desastrosa.
Menudo bajón.
De 53 he quedado el 42, cuando el año pasado quedé el 12 de 72.

A continuación subo el relato que ha sido destrozado por un jurado formado por los propios autores que participaban en el concurso -esta es una de las características que hacen del TDL un concurso único.

Es un relato muy querido que contiene muchas de mis obsesiones. Quizá demasidas.
Os agradecería que me diérais vuestra sincera opinión al respecto.

SEÑOR GUSANO

Estoy muerto y voy camino del paraíso.

Me elevo por el aire dejando atrás mi cuerpo enfermo. Desorientado, al igual que mi tatarabuelo Juan Pablo I cuando partió con un puñado de numerarios a bordo de la nave Camino. Guiados por Dios en busca de la tierra prometida. Puedo escuchar la hermosa voz del Creador hablándole a mi alma. Yo también he dejado la vida atrás y voy al encuentro de los que amo. Mi mujer, mi hijo reclamado por nuestro Señor cuando todavía no había aprendido a caminar... Incapaz, como tantos otros niños muertos, de adaptarse a esta espantosa dieta vegetariana. Fue la voluntad de Dios quien nos guió hasta este planeta desolado. ¡Oh verde Jerusalén donde sólo sobreviven la hierba y un puñado de colonos del Opus Dei! Ojalá hubiéramos traído con nosotros algunos animales de pasto. “Nuestro Señor no quería que volviéramos a probar la carne, por eso nos guió hasta Jerusalén”, decía mi sabio abuelo Juan Pablo III. Supongo que si tampoco era voluntad de Dios que conserváramos el radiotransmisor –pensaba irónico-, no hubiera hecho falta que lo destruyera deliberadamente nuestro primer prelado. “Nuestro Señor no quiere que volvamos a mezclarnos con los paganos, por eso ninguna nave ha venido a visitarnos desde que llegamos a Jerusalén”, decía mi testarudo padre. Eso es cierto. Es un milagro que después de tantos años aún no nos haya invadido una colonia de granjeros. Este planeta podría alimentar a miles de millones de cabezas de ganado...

Los recuerdos de la vida anterior de Juan Pablo V se fundían en su mente con la hermosa voz de Dios. Su alma se había elevado tanto que su cuerpo tumbado boca arriba en la hierba apenas era ya un punto en el océano verde. Sintió el júbilo del creyente cuando vislumbró las doradas puertas del paraíso. Era tal y como lo había imaginado desde niño, cuando en las interminables jornadas de siega mataba el aburrimiento visualizando su propia muerte y ascenso al reino de los cielos. Ahora estaba a punto de disfrutar de la recompensa de toda una vida de sacrificio y oración.

Nada más sus pies tocaron el mullido suelo de nubes comenzó a mirar entorno buscando a su mujer y a su hijo. Estaba convencido de que se habían acercado a las puertas del paraíso para recibirle. Tenían que estar allí porque desde que murieron no había dejado de soñar con ese momento. Una suave brisa levantó el velo de nubes y entonces, al igual que en esa escena tantas y tantas veces imaginada, pudo ver a su mujer llevando a su hijo en brazos. Se acercaban marchando, casi corriendo. En su ensoñación se había visto a sí mismo caminando a su encuentro. Pero en ese instante, paralizado por la felicidad, no fue capaz de moverse.

Cuando abrazó a su mujer rompió a llorar. Miró a su hijo, que aparentaba tener la misma edad que el día de su muerte, solo que no parecía enfermo de disentería, sino saludable. Le extrañó que no hubiera crecido nada en los años que llevaba en el paraíso, pero no tanto como el olor de su mujer. No recordaba cuál era el aroma de su pelo, sin embargo ese suave perfume no le resultaba en absoluto familiar. Pero en ese momento no le dio importancia pues se sentía completamente dichoso.

Los días fueron pasando. Había retomado su vida en el punto en el que la felicidad lo había abandonado. Se percató de que la vida después de la muerte no era mejor de lo que había soñado. Era exactamente igual y eso la hacía perfecta. Porque podía ver crecer a su hijo. No sabía si lo hacía rápido o despacio, pues el tiempo no importaba en el paraíso. Pero estaba seguro de que en el periodo que llevaba allí había cumplido los deseos frustrados de una vida terminada. Sin embargo algo no encajaba del todo. No veía a Dios por ningún lado y su hermosa voz había desaparecido de sus pensamientos tan pronto como se reunió con su familia. Hasta que en un determinado momento recordó que desde la muerte de su hijo no había vuelto a pensar en el Creador. Mientras estuvo vivo había imaginado infinidad de veces cómo era el paraíso en el que se reuniría con su familia, pero nunca se atrevió a hacerse una idea de Dios. Se sintió profundamente culpable al reconocer que el amor hacia su familia le había hecho olvidar a Dios. Y entonces se puso a buscarlo en todos y cada uno de los rincones del paraíso, desesperado porque la búsqueda era infructuosa. ¿Dónde se escondía Dios?

Finalmente su alma se derrumbó ante esta ausencia injustificable y sucumbió a la tristeza. Estaba solo en el paraíso con una familia que comenzaba a difuminarse. A los pocos días se vio rodeado únicamente de nubes, pues también ellos habían desaparecido. Sumido en la más absoluta depresión, dejó incluso de buscar a Dios y se acurrucó en un rincón haciéndose un ovillo. Se durmió, pero ya no soñaba y se dio cuenta de que se aburría. El paraíso soñado tantas veces por Juan Pablo V se parecía cada vez más al infierno verde de Jerusalén. Sólo que aquí el océano de hierba había sido sustituido por un mar de nubes.


Al séptimo día Dios en persona se presentó ante él adoptando la forma de un gigantesco gusano. Su boca se alzaba a seis metros del suelo y a través de la circunferencia de dientes pudo vislumbrar mucha tierra dentro, tanta como la que se necesita para cavar la tumba de un hombre. Aquello no lo había imaginado antes. Y si no se asustó fue porque volvía a escuchar la palabra del Señor que lo tranquilizaba. El Señor Gusano le habló de nuevo directamente al alma. Le contó cómo el Sol que iluminaba la Tierra había sido destruido al poco de partir la nave Camino. Que la raza humana estaba al borde de la extinción y que los que habitaban la superficie de Jerusalén eran los últimos seres humanos del universo…

Jerusalén, el planeta hueco. Las cinco generaciones de seres humanos que han pisado tu superficie le han enseñado mucho a la raza de gusanos telépatas que habita en tu interior. Gracias a ellos saben que no están solos en el universo y que el mundo se extiende más allá de la tóxica capa de hierba. Incluso a través de los metros de roca que los separan, los pensamientos de los humanos son transparentes a la evolucionada colectividad de la mente colmena. A través de los ojos de esos seres de la superficie, su ciega especie pudo vislumbrar por primera vez el universo visible. Y como agradecimiento decidieron hacer a los últimos miembros de la raza humana un sorprendente regalo que, si bien no podía cambiar el triste destino de su especie, podía al menos paliar su pena. En su mente colectiva los gusanos reservaron un espacio para que cada uno de los humanos que fallecía tuviera a partir de entonces un lugar al que ir después de la muerte.

Sin embargo ese paraíso artificial no funcionaba igual en cada uno de los individuos. Casi todos los humanos de la superficie habían sido en vida unos fervientes creyentes en la Trascendencia. Una fuerte convicción, la fe, guiaba sus vidas. Tras la muerte de una persona, la colectividad de la mente colmena escudriñaba todo el contenido de sus pensamientos y generaba una copia que incorporaba a su propio mundo. Aplicaban con los seres humanos el mismo procedimiento que utilizaban con los suyos para conservar la esencia del grupo. Sin embargo pronto se dieron cuenta que las mentes de ambas especies no funcionaban de la misma manera. El inconsciente humano era inabarcable y su reflejo generaba anomalías en la copia, que nunca era exactamente igual que el original. En los casos más extremos, como el que ahora ocupaba a Juan Pablo V y al Señor Gusano, la única solución posible era un borrado total y el reinicio del proceso. Pero para ello era necesario consultar antes con el sujeto, quien no siempre era capaz de aceptar que Dios no existía y que el paraíso era una recreación onírica de la colonia de gusanos.

El Señor Gusano reconocía el carácter extraordinario de su trabajo. Era uno de los pocos autorizados a establecer contacto directo con los humanos. Aún así, le resultaba imposible adivinar cuál sería la reacción de cada sujeto ante la magnitud de tal revelación. De cualquier manera seguía sin comprender cómo una raza tan sumamente limitada por las supersticiones había conseguido construir una nave capaz de abandonar su planeta original. Es más, ningún gusano era capaz de entender qué necesidad tenían de hacerlo ni el porqué de la mayor parte de las preguntas que guiaban sus vidas.

3 comentarios:

  1. Pues chico, a mí me parece bueno. Plantea una serie de dilemas de lo más inquietante. Ánimo que todos hemos tenido nuestros tropiezos, no hay camino que no los tenga.

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  2. en cuanto pueda, lo leo y te comento (vaya, estoy a lo dije en la anterior entrada y aún no lo he hecho; a ver si lo soluciono...)
    Mi relato del TDL 8 no lo voy ni a subir para comentar, puesto que es parte de algo más grande que estoy escribiendo. Así, pasado el TDL, borrón y cuenta nueva, y a su verdadero sitio.
    Por cierto, creo que he qeudado pero que tú ;)
    SalU2

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  3. Me gustó la imagen de Dios como gusano ;)

    Luis Bermer.

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