sábado, 21 de noviembre de 2009

Tierra de leyendas VII

Como lleva mucho tiempo parado a espera de publicación, y como lo spropmotores nos han dado permiso, subo aquí el relato que presenté al TDL VII.
Es entretenido y hace gracia.

Y corto.

Espero que os guste.

EL ÚLTIMO HOMBRE

Recuerdo ver, cuando era joven, a los viejos paseando bajo el sol ayudados por sus bastones. Parecía una caravana de condenados a muerte. Ya no hay hombres viejos en la Tierra, si nos olvidamos de mí, claro está.

Las personas –así es cómo les gusta ser llamadas ahora, sólo personas- siguen obsesionadas con la prolongación de la vida, sin embargo nunca han reparado en mí y en el milagro que yo significo. Puedo decir, en la víspera de mi ciento cincuenta cumpleaños, que soy el último hombre vivo que ha hecho el amor con una mujer. En realidad, hace más de una generación que un hombre y una mujer no copulan. Sí, copular. Porque eso es lo que hacen el resto de los animales para reproducirse. A veces pienso que a las personas no les ha gustado nunca el sexo, que sólo lo hacían conmigo por curiosidad. Sin embargo es difícil mantener este prejuicio después de leer la obra de Victoria Kazikowski, “Arqueología del empalamiento”. A las personas les gusta el sexo, pero entendido a la nueva manera.

Mi madre tuvo que pasar por una evaluación psiquiátrica para convencer al comité de natalidad de que su decisión de concebir un hijo varón por métodos tradicionales no era subversiva. Le advirtieron que probablemente su hijo llevaría una vida de soledad y marginación social, y no se equivocaron.

Crecí en un periodo de transición rodeado de mujeres, perdón, de personas, las cuales no tardaron en aventajarme en todos y cada uno de los aspectos de la vida. En realidad, las diferencias entre nosotros no se hicieron evidentes hasta que en octavo curso entré de lleno en la pubertad. Durante ese año mis compañeras de clase tuvieron su primera y última menstruación, mientras que a mí me crecía el pelo por todas partes y mi voz se iba haciendo cada vez más grave. Fue el año más feliz de mi vida. Estaba en la plenitud de la adolescencia y me encontraba rodeado de mujeres jóvenes y llenas de curiosidad. Fue una ilusión maravillosa. Hasta que alguien me consideró una amenaza y acabé mis estudios en el despacho de unos de los últimos profesores.

Casi medio siglo antes de que yo naciese, en la primavera de 2007, se comercializó en los antiguos EEUU el primer anticonceptivo femenino que suprimía la regla. Fue un fracaso total que apunto estuvo de llevar a la bancarrota a una de las compañías farmacéuticas más grandes de la época. Al menos hasta que se descubrieron algunos efectos secundarios inesperados. Al principio el miedo a lo nuevo y los prejuicios hicieron que el anticonceptivo se hiciera con una cuota de mercado ridícula, sin embargo las pocas mujeres que habían apostado por él comenzaron a notar en ellas algunos cambios que sólo podían ser perceptibles a largo plazo. El primer efecto secundario detectado consistía en que el envejecimiento natural de la piel se ralentizaba y, en unos pocos casos, se detenía por completo. Cuando se supo esto la patente del producto había caducado, de tal manera que los pequeños laboratorios pudieron comercializar genéricos que, sin embargo, ya no eran vendidos como medicamentos, sino como productos de estética. Las mujeres jóvenes comenzaron a consumir este supresor de la regla pensando en su cutis, sin embargo las consecuencias del consumo prolongado y sistemático de este inhibidor de la menstruación iban más allá, mucho más allá. Fue en la segunda generación cuando los científicos estuvieron en condiciones de afirmar que habían encontrado el cáliz de la vida eterna. Los supresores de la menstruación, afirmaban, ralentizaban el envejecimiento al revertir en beneficio de la mujer las energías dedicadas a la gestación. Bueno, en realidad no dijeron eso exactamente, simplemente abrumaron a la opinión pública con una marea de datos y fórmulas que muy pocos pudieron entender pero que transmitía claramente el siguiente mensaje: “papas, si queréis que vuestros descendientes vivan mil años, no tengáis hijos varones”.

“Papas…” Ahora ya nadie utiliza términos tan sexistas. Si nos olvidamos de mí, actualmente la raza humana está formada únicamente por mujeres eternamente jóvenes y completamente insatisfechas. Sin embargo la ausencia de varones no significa que no nazcan más niñas. Concebir una niña se ha convertido en algo imposible sin la ayuda de la tecnología, pero esto no quita que el nacimiento de un nuevo ser humano no siga siendo un hecho cotidiano. Hace faltan falta nuevas generaciones porque las mujeres, aunque son eternas, también enferman y mueren a causa de los accidentes.

Ahora, en mi lecho de muerte, mientras evoco la caravana de viejos y viejas que caminaban apoyados en sus bastones, me pregunto por qué a los varones no se nos dio la oportunidad de disfrutar de la eternidad. La mayor parte mis compañeras de estudio siguen vivas y casi no han cambiado en ciento cincuenta años. La razón de esta desigualdad radica en que desde el principio pocos científicos se preocuparon por aplicar los nuevos descubrimientos a la fisiología de los varones. Muy pocos. Aunque hubo algunos bioquímicos, la mayor parte de ellos con hijos varones de corta edad, que durante los primeros años de aquella transición sí se aplicaron en el intento. Pero sin resultados. Las futuras madres, mientras tanto, o no tenían tiempo o no querían arriesgarse a ver cómo su hijo varón envejecía y moría antes que ellas, de tal manera que comenzaron a dar a luz única y exclusivamente a niñas. Excepto gente como mi madre y un puñado de mujeres más.

En realidad no fue tan malo ser varón en un mundo poblado casi exclusivamente por mujeres jóvenes. Nunca me faltó el dinero ni la compañía. Las mujeres de la alta sociedad pagaban mucho por acostarse con alguno de los pocos hombres que conservaban la virilidad. Si pudiera retroceder en el tiempo y corregir algunos errores… El dinero fácil que proviene sólo del atractivo físico tiene fecha de caducidad. Me sentía como un Kent, como un juguete de plástico en manos de mujeres poderosas, pero no era consciente de ello. Sólo cuando la vejez comenzó a amenazarme me di cuenta de lo trágico de mi destino. Pocos años después, mirarme resultaba ya tan repulsivo que casi nadie era capaz de permanecer mucho rato a mi lado. La humanidad había olvidado la belleza solemne de la vejez y las personas, cuando me contemplaban sentado al sol, ya no veían en mí a una proyección de sí mismas en el futuro, porque se sentía asqueadas por lo que consideraban una deformidad. Poco a poco fui quedándome solo. Afortunadamente mi madre aún vivía por aquellas fechas y cuidó de mí como si fuese su abuelo. Fue muy triste para ella. Pero eso no justifica su suicidio.

Desde que se mató estoy totalmente solo. Como esos viejos cuyos seres queridos dejaban abandonados antaño y que sólo se acordaban de ellos a la hora de repartir la herencia. Si no fuera por la gente de la universidad que me descubrió, me habría muerto de hambre y asco. Sé que estas mujeres sólo ven en mí a un sujeto de estudio y que, aunque intenten mostrarse amables conmigo, comparten a mi lado mis últimos días para poder registrar cómo me voy apagando poco a poco. Katrina me ha animado a que escriba mi historia y al hacerlo me he dado cuenta de que éste va a ser mi testamento. No es mucho, pero al menos es suficiente para captar la atención de estas hermosas jóvenes que me atienden. A fin y al cabo era lo que más ansiaban aquellos viejos que paseaban bajo el sol, no ser definitivamente olvidados.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Tierra de leyendas VIII

Mi participación en el Tierra de Leyendas VIII ha sido desastrosa.
Menudo bajón.
De 53 he quedado el 42, cuando el año pasado quedé el 12 de 72.

A continuación subo el relato que ha sido destrozado por un jurado formado por los propios autores que participaban en el concurso -esta es una de las características que hacen del TDL un concurso único.

Es un relato muy querido que contiene muchas de mis obsesiones. Quizá demasidas.
Os agradecería que me diérais vuestra sincera opinión al respecto.

SEÑOR GUSANO

Estoy muerto y voy camino del paraíso.

Me elevo por el aire dejando atrás mi cuerpo enfermo. Desorientado, al igual que mi tatarabuelo Juan Pablo I cuando partió con un puñado de numerarios a bordo de la nave Camino. Guiados por Dios en busca de la tierra prometida. Puedo escuchar la hermosa voz del Creador hablándole a mi alma. Yo también he dejado la vida atrás y voy al encuentro de los que amo. Mi mujer, mi hijo reclamado por nuestro Señor cuando todavía no había aprendido a caminar... Incapaz, como tantos otros niños muertos, de adaptarse a esta espantosa dieta vegetariana. Fue la voluntad de Dios quien nos guió hasta este planeta desolado. ¡Oh verde Jerusalén donde sólo sobreviven la hierba y un puñado de colonos del Opus Dei! Ojalá hubiéramos traído con nosotros algunos animales de pasto. “Nuestro Señor no quería que volviéramos a probar la carne, por eso nos guió hasta Jerusalén”, decía mi sabio abuelo Juan Pablo III. Supongo que si tampoco era voluntad de Dios que conserváramos el radiotransmisor –pensaba irónico-, no hubiera hecho falta que lo destruyera deliberadamente nuestro primer prelado. “Nuestro Señor no quiere que volvamos a mezclarnos con los paganos, por eso ninguna nave ha venido a visitarnos desde que llegamos a Jerusalén”, decía mi testarudo padre. Eso es cierto. Es un milagro que después de tantos años aún no nos haya invadido una colonia de granjeros. Este planeta podría alimentar a miles de millones de cabezas de ganado...

Los recuerdos de la vida anterior de Juan Pablo V se fundían en su mente con la hermosa voz de Dios. Su alma se había elevado tanto que su cuerpo tumbado boca arriba en la hierba apenas era ya un punto en el océano verde. Sintió el júbilo del creyente cuando vislumbró las doradas puertas del paraíso. Era tal y como lo había imaginado desde niño, cuando en las interminables jornadas de siega mataba el aburrimiento visualizando su propia muerte y ascenso al reino de los cielos. Ahora estaba a punto de disfrutar de la recompensa de toda una vida de sacrificio y oración.

Nada más sus pies tocaron el mullido suelo de nubes comenzó a mirar entorno buscando a su mujer y a su hijo. Estaba convencido de que se habían acercado a las puertas del paraíso para recibirle. Tenían que estar allí porque desde que murieron no había dejado de soñar con ese momento. Una suave brisa levantó el velo de nubes y entonces, al igual que en esa escena tantas y tantas veces imaginada, pudo ver a su mujer llevando a su hijo en brazos. Se acercaban marchando, casi corriendo. En su ensoñación se había visto a sí mismo caminando a su encuentro. Pero en ese instante, paralizado por la felicidad, no fue capaz de moverse.

Cuando abrazó a su mujer rompió a llorar. Miró a su hijo, que aparentaba tener la misma edad que el día de su muerte, solo que no parecía enfermo de disentería, sino saludable. Le extrañó que no hubiera crecido nada en los años que llevaba en el paraíso, pero no tanto como el olor de su mujer. No recordaba cuál era el aroma de su pelo, sin embargo ese suave perfume no le resultaba en absoluto familiar. Pero en ese momento no le dio importancia pues se sentía completamente dichoso.

Los días fueron pasando. Había retomado su vida en el punto en el que la felicidad lo había abandonado. Se percató de que la vida después de la muerte no era mejor de lo que había soñado. Era exactamente igual y eso la hacía perfecta. Porque podía ver crecer a su hijo. No sabía si lo hacía rápido o despacio, pues el tiempo no importaba en el paraíso. Pero estaba seguro de que en el periodo que llevaba allí había cumplido los deseos frustrados de una vida terminada. Sin embargo algo no encajaba del todo. No veía a Dios por ningún lado y su hermosa voz había desaparecido de sus pensamientos tan pronto como se reunió con su familia. Hasta que en un determinado momento recordó que desde la muerte de su hijo no había vuelto a pensar en el Creador. Mientras estuvo vivo había imaginado infinidad de veces cómo era el paraíso en el que se reuniría con su familia, pero nunca se atrevió a hacerse una idea de Dios. Se sintió profundamente culpable al reconocer que el amor hacia su familia le había hecho olvidar a Dios. Y entonces se puso a buscarlo en todos y cada uno de los rincones del paraíso, desesperado porque la búsqueda era infructuosa. ¿Dónde se escondía Dios?

Finalmente su alma se derrumbó ante esta ausencia injustificable y sucumbió a la tristeza. Estaba solo en el paraíso con una familia que comenzaba a difuminarse. A los pocos días se vio rodeado únicamente de nubes, pues también ellos habían desaparecido. Sumido en la más absoluta depresión, dejó incluso de buscar a Dios y se acurrucó en un rincón haciéndose un ovillo. Se durmió, pero ya no soñaba y se dio cuenta de que se aburría. El paraíso soñado tantas veces por Juan Pablo V se parecía cada vez más al infierno verde de Jerusalén. Sólo que aquí el océano de hierba había sido sustituido por un mar de nubes.


Al séptimo día Dios en persona se presentó ante él adoptando la forma de un gigantesco gusano. Su boca se alzaba a seis metros del suelo y a través de la circunferencia de dientes pudo vislumbrar mucha tierra dentro, tanta como la que se necesita para cavar la tumba de un hombre. Aquello no lo había imaginado antes. Y si no se asustó fue porque volvía a escuchar la palabra del Señor que lo tranquilizaba. El Señor Gusano le habló de nuevo directamente al alma. Le contó cómo el Sol que iluminaba la Tierra había sido destruido al poco de partir la nave Camino. Que la raza humana estaba al borde de la extinción y que los que habitaban la superficie de Jerusalén eran los últimos seres humanos del universo…

Jerusalén, el planeta hueco. Las cinco generaciones de seres humanos que han pisado tu superficie le han enseñado mucho a la raza de gusanos telépatas que habita en tu interior. Gracias a ellos saben que no están solos en el universo y que el mundo se extiende más allá de la tóxica capa de hierba. Incluso a través de los metros de roca que los separan, los pensamientos de los humanos son transparentes a la evolucionada colectividad de la mente colmena. A través de los ojos de esos seres de la superficie, su ciega especie pudo vislumbrar por primera vez el universo visible. Y como agradecimiento decidieron hacer a los últimos miembros de la raza humana un sorprendente regalo que, si bien no podía cambiar el triste destino de su especie, podía al menos paliar su pena. En su mente colectiva los gusanos reservaron un espacio para que cada uno de los humanos que fallecía tuviera a partir de entonces un lugar al que ir después de la muerte.

Sin embargo ese paraíso artificial no funcionaba igual en cada uno de los individuos. Casi todos los humanos de la superficie habían sido en vida unos fervientes creyentes en la Trascendencia. Una fuerte convicción, la fe, guiaba sus vidas. Tras la muerte de una persona, la colectividad de la mente colmena escudriñaba todo el contenido de sus pensamientos y generaba una copia que incorporaba a su propio mundo. Aplicaban con los seres humanos el mismo procedimiento que utilizaban con los suyos para conservar la esencia del grupo. Sin embargo pronto se dieron cuenta que las mentes de ambas especies no funcionaban de la misma manera. El inconsciente humano era inabarcable y su reflejo generaba anomalías en la copia, que nunca era exactamente igual que el original. En los casos más extremos, como el que ahora ocupaba a Juan Pablo V y al Señor Gusano, la única solución posible era un borrado total y el reinicio del proceso. Pero para ello era necesario consultar antes con el sujeto, quien no siempre era capaz de aceptar que Dios no existía y que el paraíso era una recreación onírica de la colonia de gusanos.

El Señor Gusano reconocía el carácter extraordinario de su trabajo. Era uno de los pocos autorizados a establecer contacto directo con los humanos. Aún así, le resultaba imposible adivinar cuál sería la reacción de cada sujeto ante la magnitud de tal revelación. De cualquier manera seguía sin comprender cómo una raza tan sumamente limitada por las supersticiones había conseguido construir una nave capaz de abandonar su planeta original. Es más, ningún gusano era capaz de entender qué necesidad tenían de hacerlo ni el porqué de la mayor parte de las preguntas que guiaban sus vidas.