lunes, 7 de febrero de 2011

El coleccionista de artefactos


Aquí os traigo las primeras líneas de mi próxima novela.
Irá dirigida a todos los públicos. O al menos espero que pueda ser leída tanto por adolescentes maduros como por adultos que no quieren cerrar el desván de los sueños.

Steampunk. Sí. Lo sé... Pero todos sucumbimos a las modas.

Hasta el título es provisional. Lo que sí está fijado es el cuerpo principal de la historia. En este primer avance introduzco al narrador. Espero que esta licencia literaria no os irrite demasiado. Sin embargo el papel del narrador es, en esta historia, mucho más importante que el de un simple cronista.
Ahí va:

EL COLECCIONISTA DE ARTEFACTOS.

Solo cuando Miguel se sentó sobre el alfeizar de la ventana y sus piernas colgaron en el vacío se dio cuenta de que tiritaba de miedo. Era una noche fría de diciembre del 1999. El cielo de Gijón seguía velado por el tradicional manto de niebla sucia que impedía ver las estrellas. Arropada por este abrigo de polución, la capital del Reino de España saludaba a la última noche del milenio con una bruma de hollín y miseria. Y bajo ella los zeppelines de la reina Cristina. Vigilantes. Iluminando el puerto y sus aguas a la caza de saboteadores ingleses.

El buque insignia de la flota francesa permanecía fondeado en el muelle. El rey de Francia y primo de Su Católica Majestad lo había mandado engalanar para la doble celebración. Dos mil banderas conmemoraban el acontecimiento. La gala de Nochevieja del año 1999 iba a servir también para anunciar el compromiso entre la reina Cristina de España y el rey Luis de Francia. La unión de las dos casas garantizaba así un frente común contra la amenaza de la república de Inglaterra.

Pero la guerra no era lo que más preocupaba a Miguel. Solo conocía la vida en el orfanato y a sus quince años se aproximaba a la edad del alistamiento. Aquel iba a ser su último invierno entre los muros del convento. Después cambiaría las sotanas por los uniformes de la Marina Real y la misa diaria por los toques de corneta. Las monjas podían ser severas, pero durante los últimos años habían constituido toda su familia. Un vínculo precario, como él mismo reconocería más tarde, pero vínculo al fin y al cabo. Los oficiales de la Marina Real seguro que no serían tan comprensivos con su trágico pasado, por lo que Miguel temía sentirse allí aún más solo.

Con toda probabilidad, a la mayoría de vosotros os debe resultar muy extraño el universo de Miguel. Pero para él y para un puñado de lectores, lo contado hasta ahora es casi una descripción periodística de su época. No voy a detenerme en este punto por el momento. Mi explicación resultaría incomprensible. Baste decir que lo que a continuación se narra es la versión novelada de unos hechos que unas veces viví en primera persona y otros, la mayor parte, me fueron descritos por testigos directos.

Cerró los ojos y saltó; pues aquel acto de fe no exigía que mirase directamente a la muerte, situada en la calle ochenta metros más abajo. Y entonces ocurrió el milagro. La gravedad no tiró de él hasta aplastarlo contra el suelo. Por el contrario, pareció ignorar su existencia. Miguel abrió los ojos para contemplar aquella maravilla y casi se orina encima de la impresión. Flotaba libre sobre el cielo de Gijón, alejándose poco a poco de la fachada del orfanato, pues aún conservaba el impulso de su salto al vacío. Pero en ese momento no se dio cuenta del aprieto en el que estaba metido.

-¡Funciona! –gritó hinchado de júbilo- ¡El cinturón funciona!

Estaba seguro de que aquel exótico artefacto que le había legado su abuelo fallaría. Que se trataba de la última broma cruel de la única persona que pudo acogerle. Y que no lo hizo. Cuando murieron sus padres el abuelo se convirtió en la única familia que le quedaba. Pero aquel hombre egoísta no quiso la custodia del pequeño Miguel. Prefirió continuar con su vida, libre de compromisos.

Algo oscuro en su interior había empujado al muchacho a arrojarse por aquella ventana. Su mente de adolescente no podía entender que de haber fallado el mecanismo, su muerte no le habría importado a nadie. Ni siquiera a su abuelo, pues hacía un mes que este había fallecido en la cama de un hospital bengalí. Miguel se odiaba a sí mismo porque pensaba que ni su propia familia lo quiso. Y que merecía el mismo destino que sus padres. El suicidio es un acto irracional y estúpido que no demuestra nada, pero eso era algo que el joven Miguel aún tenía que descubrir por sí mismo.