jueves, 10 de junio de 2010

Leopold Bloom contra los zombix


De vuelta otra vez, traigo bajo el brazo una novela corta para el UPC 2010 y un relato para el tercer volumen de (Per)versiones. El primer volumen, Perversiones: cuentos populares, lo podréis comprar próximamente en las librerías más alejadas de vuestro pueblo.


La novela corta tiene un precioso título que no puedo revelar, pues hay que ser fiel a las bases del concurso. Solo diré que forma parte de mi mundo de pulpos espaciales.


El relato que a continuación cuelgo, en cambio, está a disposición de todos, pues no está sometido a la tiranía de la competición. Os situaré en la escena: un clasico, veinte frekies y tres meses por delante. El resultado es una versión monstruosa -por incluir uno o más clásicos del terror- de una obra de la literatura universal. Yo me lanzé a por el Ulises de james Joyce, con el único empeño de redimir el honor del protagonista.


Todavía es un borrador.

Así que sed condescendientes.

Espero que os guste.


LEOPOLD BLOOM CONTRA LOS ZOMBIX

Los habitantes de la villa de Sandycove, a las afueras de Dublín, se desprendían de la pereza matutina con un buen almuerzo a base de riñón de cerdo. Así se preparaba un irlandés para un duro día de trabajo. Los estudiantes de la vieja torre, en cambio, disfrutaban del añorado verano, ajenos por completo a los destinos de sus compatriotas.

La suave brisa de la mañana barría la plataforma superior donde Buck Mulligan se había encaramado. Irreverente y provocador, convertía cada acto de la vida cotidiana en un momento sublime. Solo para ridiculizarlo a continuación.

Stephen Dedalus, su némesis en esa antigua fortaleza habilitada como vivienda para pobres, por fin había logrado sorprenderlo. Por una vez, no solo traía reproches y moralina al humilde hogar que compartían. Últimamente se estaba revelando como un personaje poliédrico. Su reciente obsesión por las máquinas lo llevó hasta Londres y a su vuelta trajo algo maravillosamente útil consigo.

El extraño artefacto estaba siendo utilizado en esos instantes por Buck, sobre quien recaía el mérito de haber descubierto su funcionamiento. Aunque el diseño de la empuñadura evocaba algún tipo de arma, al final no se trataba más que de una máquina de afeitar automática.

-Stephen, debo insistir -dijo-. No me parece una buena idea el cambio que te ha propuesto Mr. Deasy.

-Lo siento mucho Buck. Pero la decisión no depende de ti –contestó el interpelado-. Además, siempre puedes volver a la amada navaja de tu padre. No sabes cuanto he echado de menos hoy tu parodia de eucaristía.

-Lo que dice es cierto, Buck –lo apoyó Haines-. Tienes un alzamiento de cuenco y jabón prodigioso, digno del mismísimo Santo Padre.

-No hay manera de soliviantaros, ¿verdad? Ni aunque me atreviese a fornicar con el crucifijo…

-Reserva tus provocaciones para las beatas y esos tontos dublineses –le contestó Stephen mientras le arrebataba el artefacto-. Que se preocupen de Dios y del precio de las patatas: nosotros vamos a cambiar el mundo.

Envolvió la enigmática máquina en la toalla que Buck reservaba para secarse y antes de que este pudiera protestar, salió de la torre sin despedirse de sus compañeros.

El siglo veinte apenas acababa de dar sus primeros pasos y cada día una nueva sorpresa anunciaba que 1904 iba a ser un año maravilloso. El futuro auguraba un largo periodo de paz y respeto por los ideales de la ilustración. Siempre y cuando no vivieras en Irlanda, claro está. A pesar del entusiasmo que despertaba en él el nuevo siglo, Stephen estaba convencido de que ninguna idea podría cambiar a los dublineses. Si Irlanda conseguía la independencia esta solo serviría para poner al país al servicio del Papa.

Liquidó sus clases como de costumbre. Fue breve, desapasionado y no se esforzó por ocultar el desprecio que sentía por sus alumnos. Es solo trabajo, se dijo. Mi excelencia la reservo para los artefactos. Ya no podía recordar el último día que les enseñó creyendo en lo que decía. Desde que cayó en sus manos el primer objeto extraordinario, nada volvió a ser igual. La realidad era mentira y lo cotidiano el cebo que alimentaba la ilusión de realidad.

Si Dios no es el arquitecto del mundo, ¿Quién diseñó entonces estos artefactos?

Descubrir su existencia no resultó tan sorprendente como el hecho de saber que, desde la antigüedad, miles de hombres y mujeres habían empeñado sus vidas por adquirirlos. Stephen no era el primer humano en hacerse con uno de esos extraordinarios objetos y tampoco sería el último. Sin embargo muy pocos podían considerarse auténticos coleccionistas.

El señor Deasy, en cambio, podía presumir de ello. Stephen no encontraría en toda la isla a nadie dispuesto a hacer un trueque semejante. No en vano poseía una de las mejores colecciones de artefactos de Europa. Dos siglos atrás, tal acumulación de objetos mágicos lo habría llevado a la hoguera. Pero los incontables años transcurridos desde entonces habían transformado al señor Deasy en una persona prudente.

El artefacto que había detenido su envejecimiento permanecía en el mayor de los misterios. Comparado con él, lo que Stephen traía bajo el brazo no era más que una bagatela, un juguete. Aún así no se le podía negar su utilidad. Sobre todo si tenía en cuenta la aversión que el ilustre coleccionista irlandés había desarrollado hacia el vello corporal.

-¿Y esto funciona como un desinhibidor de las emociones? –le preguntó Stephen- Parece el colgante de una solterona.

El coleccionista se depilaba las piernas, ensuciando la tarima con su llamativo vello rojo. Las preguntas de Stephen lo aburrían tanto como el mundo que lo rodeaba. Sin embargo el negocio lo obligaba a ser cortés.

-Si lo gira en el sentido de las agujas del reloj, conseguirá que los que le rodeen caigan presas del amor. Si lo gira en sentido contrario, en cambio, obtendrá el efecto opuesto: violencia y odio.

-¿Seguro que funciona? –al joven estudiante el cambio le parecía demasiado bueno.

-¿Insinúa que intento estafarlo? –el coleccionista ofrecía una pobre imagen con los calzones enrollados a la altura de las rodillas-. Páseme el colgante un momento, por favor, y le demostraré de qué es capaz.

Stephen le entregó el artefacto a Mr. Deasy quien lo manipuló con familiaridad. Su rostro transmitía tedio. Como si hubiera jugado con él durante demasiado tiempo y ahora, aburrido de sus poderes, le resultara insoportable su compañía. El coleccionista era la viva imagen de la decadencia. Con otro artefacto había conseguido burlar a la muerte, pero eso no significaba que hubiera triunfado sobre su fealdad natural. Rojo e hinchado, se asemejaba más a un cerdo que a una persona.

Sin embargo cuando giró el medallón en el sentido de la agujas del reloj, la impresión de su imagen se transformó completamente. Stephen nunca se había sentido atraído por un hombre. Pero lo que contemplaban sus ojos no era la rolliza y carmesí figura del viejo Mr. Deasy. Estaba ante una epifanía. Ante la manifestación terrenal de la belleza de un dios.

Comenzó a desnudarse y ese fue el momento elegido por el coleccionista para devolverlo a la normalidad. La cara de Stephen, con los flecos de la camisa cayendo casi hasta sus rodillas y los pantalones arrugados a sus pies, reflejaba estupefacción. La de Mr. Deasy, en cambio, puro miedo.

-¿Convencido ahora? –lo interrogó- Si lo devuelve al centro, recupera la normalidad. ¿O prefiere una demostración en sentido contrario?

Stephen, aún aturdido por su erupción emocional, no salía de su asombro. El efecto sobre él había sido inmediato, sin embargo no parecía haber afectado al coleccionista. Casi se le cae de las manos cuando este le lanzó el colgante para que lo cogiera al vuelo.

-¿Cuál es su radio de acción?

-No muy amplio –respondió Mr. Deasy-. Apenas unas decenas de metros. Y se ve muy limitado por los elementos. Funciona mucho mejor los días despejados, pues la lluvia y sobre todo el viento reducen su efectividad. Tenga cuidado. Como ha podido comprobar su efecto es indiscriminado.

Stephen salió de allí absolutamente satisfecho con su primer cambio. El medallón parecía un artefacto valioso. Mucho más que la útil pero inocente máquina de afeitar de la que acababa de desprenderse. Estaba seguro de que en Paris podría conseguir un trueque aún más favorable. Todo parecía indicar que aquel era el comienzo de su prometedora carrera de coleccionista.

Paseaba por la playa de Sandycove absorto en sus pensamientos, con el poderoso medallón colgando de su cuello. En Paris lo cambiaré por un artefacto de salud eterna. De nada sirve engañar a la muerte si al final tu cuerpo se llena de pústulas. Pero no me quedaré ahí. Dicen que en Francia abundan los artefactos relacionados con el vino. Que una máquina de corcho fabrica tapones que rellenan las botellas. Pediré un dos por uno. Ese será mi precio por el medallón del amor y del odio.

Caminando hacia él un numeroso grupo de jóvenes piadosas se aproximaba en dirección contraria. Iban vestidas para asistir a un entierro, pero quedaron un rato antes para pasear por la playa. Tal vez fue la inalcanzable belleza de aquellas muchachas. O quizá el deseo de romper algo bonito. El caso es que casi sin darse cuenta Stephen giró el medallón para provocar en ellas un deseo irrefrenable.

Leopold Bloom, vestido de entierro, asaba su riñón de cerdo sobre el fuego de la cocina. El humo, tan grasiento como estimulante, se escapaba por la diminuta ventana para unirse al resto de los efluvios de Dublín. La mañana prometía un día caluroso. Espero que el embalsamador haya hecho un buen trabajo con el cadáver, pensaba. Si no, el hedor va a ser espantoso…

Dio buena cuenta del almuerzo e inmediatamente sintió ganas de cagar.

Leopol Bloom era un hombre de costumbres y un reconocido cornudo de Dublín. Su mujer, Molly, alcanzó cierta fama como cantante en su juventud. Su belleza legendaria le hizo perder la cabeza a un miembro de la familia real británica. Molly nunca le dijo cual, pero no resultaba difícil imaginarlo. Este pasado la había convertido en un personaje muy popular en Dublín, y no solo por su carrera artística. Su reputación había sido tan cuestionada que la propuesta de matrimonio de Bloom la pilló totalmente desprevenida. No pudo decir nada más que “demonios, sí”.

A pesar de las críticas familiares y los inevitables comentarios de taberna a sus espaldas, Leopold Bloom sabía que la envidia era más frecuente que el desprecio. Aunque este siempre dolía, sobre todo cuando venía de un amigo. Era pues un hombre herido. Y a pesar de los atributos y la innegable fogosidad de su mujer, también un hombre abstemio.

Desde la muerte de su hijito, Molly Bloom no había consentido mantener relaciones. El duelo por el pequeño le secó el sexo, que permanecía cerrado. Aunque esta clausura solo afectaba a su marido. Pues la pena la obligaba a refugiarse cada vez con más frecuencia en los brazos de sus amantes. Bloom, devoto esposo de la mujer más bella de Dublín, guardaba pacientemente su turno, drogado de comprensión.

El calor era tan intenso que Bloom buscaba desesperadamente la sombra. El traje resultaba muy adecuado para un entierro en febrero y también ideal para una cura de sudor. Un día perfecto para sudar. Pero no es el caso… De camino al cementerio se sintió atraído por el frescor que salía de la puerta de una iglesia. No lo dudó. Entró en ella para disfrutar de la sombra a pesar de la repulsión que le provocaba aquel lugar. Se sentó en uno de los últimos bancos, casi al lado de la piedra bautismal.

La infelicidad comienza aquí. Con una ducha de agua bendita, divagaba con la mirada perdida entre las bóvedas del techo. Después, lo mejor de la vida es inmoral y en el peor de los casos ilegal. La libido puesta a los pies de la vida eterna, suspiró. El cielo debe ser un aburrimiento.

Un gemido lo sacó de sus pensamientos. Luego un grito de placer. Y jadeos. Jadeos que iban en aumento. Qué demonios. Tras el altar, el párroco daba buena cuenta de una feligresa. Jesucristo en su patíbulo contemplaba la escena con el mismo gesto de sufrimiento que llevaba practicando dos mil años. Parecía suplicar que alguien lo bajara de allí para unirse a la fiesta.

Leopold Bloom, abrumado, salió de aquel suelo sagrado tan rápido como pudo. Muchas veces había fantaseado con un numerito así. Pero que el párroco le hubiera robado el protagonismo le resultaba inconcebible. Él era el sacrílego. Al menos si alguna vez hubiera reunido el valor suficiente para llegar a blasfemo…

Se dirigió, tan turbado como empapado de sudor, a paso ligero hacia el cementerio. Necesitaba, quien se lo iba a decir, una sesión de cruda tristeza. Honrar a la muerte para de alguna manera compensar su orgullo herido. Leopold Bloom, el cornudo más célebre de Dublín, follaba menos que un cura irlandés. La idea le resultaba insoportable.

Magullado, escocido y con la ropa hecha jirones Stephen Dedalus acababa de escapar de una muerte casi segura. El medallón había transformado a aquellas jóvenes piadosas en zombix. En insaciables devoradoras de sexo. Llegó dando tumbos hasta el patio trasero de una iglesia. La cabeza le daba vueltas y apenas tenía un centímetro cuadrado de piel que no hubiera sido mordido ardorosamente.

Llamó a la puerta de la sacristía y gritó pidiendo ayuda. Su corazón parecía a punto de estallar y se llevó la mano al pecho para recuperar el aliento.

Entonces lo tocó.

El medallón seguía allí. Colgando de su cuello. Su primer impulso fue quitárselo, pero Stephen era un joven listo y enseguida recordó que llevarlo puesto era la única forma de permanecer inmune a sus efectos. ¡Válgame el cielo, sigue encendido!

El traicionero aparato permanecía girado a la derecha, tal y como lo dejó cuando lo activó en la playa de Sandycove. Aterrado, intentó devolverlo a su posición original, donde supuestamente se anularían sus efectos.

Demonios…

No pudo hacerlo. El artefacto se había quedado atascado en su grado máximo de amor. En ese instante se abrió la puerta de la sacristía.

-¿Siiií…?

El párroco lo miró de tal manera que Stephen supo que tenía que correr para seguir viviendo. Gravemente herido, aún tuvo fuerzas para saltar la pequeña pared que separaba el viejo cementerio de la calle. Al caer casi se llevó por delante a una feligresa. Esta, que acudía recatadamente vestida a confesarse antes de la misa de las doce, se sobresaltó tanto que quedó sentada en el suelo.

-Discúlpeme señora, pero… -acertó a decir Stephen.

Los ojos de la feligresa revelaban el contagio. Su boca, el deseo irreprimible que sentía por Stephen.

Queríamos cambiar el mundo y por San Patricio que lo estamos consiguiendo, se dijo para sí. El párroco apareció finalmente detrás de él. Stephen se encontró entre ambos. Su torpe caminar y los jadeos de deseo los rebajaban a la categoría de animales en celo. Pero no por eso resultaban menos peligrosos, como había experimentado en sus propias carnes pocos minutos antes.

Dio un paso atrás. Fue un acto reflejo. Demasiado asustado aún para salir corriendo. Sin embargo bastó para conjurar el peligro por el momento. El párroco y la feligresa se fundieron en un tórrido abrazo y parecieron ignorarlo.

Corre maldito irlandés, corre…

Obedeciendo a sus propias palabras Stephen salió disparado de allí. Trató de alejarse de cualquier lugar habitado, pues sabía que el influjo del medallón era indiscriminado, al igual que sus efectos. Su mente bullía con las imágenes de sexo y perversión descontrolada que había dejado en la playa. Sandycove, con este calor, estará lleno de gente. Y si es contagioso, esas muchachas habrán convertido la playa en una bacanal. El cementerio en cambio…

Corrió como si estuviera poseído. Le aterrorizaba cruzarse con alguien más y no se atrevía a desprenderse de la inmunidad de la que gozaba el portador del medallón. Casi sin darse cuenta llegó hasta la casa de Jimmy Geary, el enterrador. El cementerio católico de Prospect se encontraba un poco más allá de los chopos oscuros. En la ciudad de los muertos hallaría la tranquilidad que necesitaba para arreglar el maldito artefacto.

Mientras tanto, y al otro lado del camino aunque solo unos pasos por detrás de él, Leopold Bloom se dirigía al entierro de Paddy Dignam, aún perturbado por la tórrida escena que presenció en el altar. Como había cogido un coche para llegar hasta allí, casi lo hace antes que el propio Stephen, a quien conocía por ser amigo de su padre.

-¡Stephen! –gritó-, ¡Muchacho!

El joven Dedalus no se percató de que lo llamaban hasta que, apretando el paso, el señor Bloom le tocó el hombro.

Stephen se giró inmediatamente para averiguar quién era el desdichado que estaba a punto de caer bajo el influjo del medallón, pero no sucedió nada.

-Aleluya… -acertó a decir con un hilillo de voz. Las lágrimas corrían por sus mejillas- Se ha acabado. Esta maldita pesadilla se ha acabado.

Bloom cogió las manos del joven, que se aferraban al medallón que colgaba de su cuello. Siempre sintió un afecto especial por aquel muchacho. Ojalá los amantes de mi mujer fuesen como él, se dijo.

-¿Qué sucede Stephen? –le preguntó- Pareces aterrorizado.

Stephen no parecía reaccionar a sus preguntas. Dejó de sollozar. Pero solo para que su mirada se perdiera en el aparatoso anillo que Bloom lucía en la mano derecha.

-¿Ese anillo? ¿De dónde lo ha sacado?

El objeto que Stephen reconoció tenía forma de anillo, aunque sus poderes iban más allá de servir de adorno. Otro artefacto, sin duda alguna… Se dijo para sí mientras Bloom trataba de dar una respuesta a su extraña pregunta. El objeto parecía en efecto un anillo, pero su intrincada estructura se revelaba solo ante los ojos de un coleccionista. Stephen había visto artefactos como aquellos en su última visita a Londres. Los llamaban “anillos del estoico”, pues servían para que su portador no fuera víctima de los celos, ni de ninguna otra pasión.

-¿Este? –contestó Bloom señalándolo- Me lo regaló Molly cuando murió nuestro hijito; para que “su pérdida no te consuma”, eso dijo. Mi mujer es muy supersticiosa, ¿sabe usted?

El recuerdo de su hijo muerto volvió a herirlo. Leopold Bloom llevaba aquel anillo mágico sin ser consciente de sus poderes. Lo que sí sabía, y de eso estaba absolutamente convencido, era que no servía para superar el duelo. La pérdida lo consumía. Sobre todo porque era doble. No tenía ni a Molly ni a su hijito.

-¡Eso que lleva no es un anillo! –chilló Stephen- Es una máquina infernal. Y si sirve para lo que su mujer le dijo, no lo voy a poner en duda. Pero tengo que confesarle que es la primera persona que no es víctima de los poderes de este medallón. Y estoy convencido que es gracias a ese anillo.

En la mente de Bloom todas las piezas se movieron, incluida la escena del párroco y la feligresa, para encajar en un mosaico de sucesos. El extraño comportamiento de los habitantes de Dublín tenía sentido. Lo que Roma y la moral judeocristiana habían construido en mil años de catolicismo, ese medallón estaba a punto de echarlo abajo.

-Escúcheme –prosiguió Stephen-. Le propongo un cambio. Su anillo por este medallón. Necesito ese anillo para poder enmendar mis errores. Para salvar el mundo.

Como un sonámbulo, Leopold Bloom accedió a los deseos de Stephen. En su cabeza bullía un plan. Molly… Nuestro hijito muerto y su vagina muerta. Maldita tramposa. Te voy a enseñar a ti lo que es el deseo… El rencor lo invadió tan pronto como se desprendió del anillo. Los celos reprimidos durante años se convirtieron en indignación. Por fin su mujer se sentiría atraído por él, por su legítimo esposo.

Se colgó el medallón al mismo tiempo que Stephen se ponía el anillo del estoico. Sin decir palabra, y por primera vez en su vida, el Sr. Bloom se fue sin despedirse. Volvía a casa. Donde su amada esposa lo esperaba. Y por fin sabía como alimentar su fuego, tanto tiempo apagado.

-¡Oiga! –le gritó Stephen al verlo marchar- ¿A dónde va con el medallón? ¡Tenemos que salvar el mundo!

Leopold Bloom se volvió un instante para responder:

-Usted haga lo que quiera. Yo me voy a casa a follarme a mi mujer.

4 comentarios:

  1. Tengo pendiente la lectura de Cefeidas. Que lo tengo ahí, y todavía no he hecho nada al respecto.

    LEOPOLD BLOOM CONTRA LOS ZOMBIX me lo leí el otro día y, la verdad, que me pareció curioso. Lo que pasa es que, como me pasa con la mayoría de relatos tuyos, la primera lectura no me aprovecha. Otra cosa es la segunda. Quizá no atienda bien en la primera o que me cuesta cogerle el sentido, pero en una segunda lectura he disfrutado del cuento. Hay mucho humor, con mucho ingenio, creo yo, espolvoreado por todo el relato. También mucha provocación, lo que a mí, personalmente, dadas mis convicciones, digamos que me "despertaba los sentimientos".

    Por cierto, no he leído el Ulises ni, creo, lo lea. No sé si haciéndolo habría disfrutado más de tu relato, me queda la duda. En cualquier caso, tal como he leído este tuyo no me ha hecho falta apoyarme en ninguna otra cosa para disfrutarlo.

    "La realidad era mentira y lo cotidiano el cebo que alimentaba la ilusión de realidad"
    Buena frase es esta.

    "-Reserva tus provocaciones para las beatas y esos tontos dublineses –le contestó Stephen mientras le arrebataba el artefacto-. Mientras se preocupan de Dios y del precio de las patatas, nosotros vamos a cambiar el mundo"
    Es ese mientras. Por si quisieras buscar un sustituto para uno de los dos.

    "Dio buena cuenta del almuerzo e inmediatamente sintió ganas de cagar"
    A esta frase no le veo claramente la causa. Sí, la causa inmediata es la ingestión del riñón, pero no veo una causa que explique porqué el riñón le provoca la tormenta. Me atrevería a poner ejemplos de lo que digo. Por ejemplo "Como ha podido comprobar su efecto es indiscriminado", indiscriminado por lo que acaba de suceder -que me ha hecho mucha gracia-. O también "No sabes cuanto he echado de menos hoy tu parodia de eucaristía" relacionada, creo, con la zarracina que armó al afeitarse con la navaja de su padre, o ese otro -dicho sea de paso que a mí se me atraganta por creencias- "Ni aunque me atreviese a fornicar con el crucifijo…" que está relacionado con la indiferencia al escándalo que acaban de mostrar sus compañeros. Pero la frase "Dio buena cuenta del almuerzo e inmediatamente sintió ganas de cagar" no le veo una causalidad muy clara, una referencia clara a algo.

    Yo creo que este relato te ha de dar satisfacciones.
    Un saludo.

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  2. Hola dafd, gracias por el trabajo que te has tomado al leerlo y dar tu opinión.
    La relación entre el almuerzo y la defecación no es gratuita. Es una referencia a una escena muy famosa del libro original, donde los personajes cagan, se masturban y pegan mocos en las rocas. Al igual que el anticlericalismo, presente durante toda la obra, mis guiños continuos a la religión son de nuevo un homenaje.
    El Ulises de Joyce fue prohibido en muchos países, entre ellos Irlanda, por ser profundamente inmoral. Por mi parte, lo que más me impresionó del libro fue su acercamiento a los personajes y el pensamiento directo, usado masivamente por Joyce.
    El personaje de Bloom es patético, como lo son la mayor parte de los habitantes del libro. Mi perversión intentaba redimir, al menos, a su protagonista.
    Corrijo ese "mientras".
    Gracias mil, majo, y perdona mis ofensas a la religión, pues son solo una licencia literaria.

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  3. Increíblemente sutil, sumamente divertido.
    Al principio y a pese a ser un personaje sumamente imaginativo. Me ha costado ponerme en situación. Pero poco a poco y quizás atrapado por el influjo de ese demoníaco medallón me he dejado llevar a través de la historia.
    Lo único que me ha logrado descolocar del rumbo de la historia ha sido ese corte imprevisto en la procesión de jovencitas hacia un entierro.
    Pese a este pequeño tropiezo y con la curiosidad que se extrae del relato me he dejado llevar en volandas a través del resto de la historia.
    Un relato brillante, con algún pequeño frenazo. Pero con un acelerón final increíble.

    Una pregunta tonta.

    ¿Usar estos aparatos tiene el extraño efecto secundario de que te crezca bello por piernas y brazos como si fueras un hombre lobo?

    Sigo por aquí leyendo. Y te animo Amigo Martín a seguir escribiendo.

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  4. Gracias por dar tu opinión, amigo.

    El corte viene motivado, sobre todo, por la necesidad de ahorrar espacio. Este relato está escrito "por encargo" para el tercer volumen de Perversiones y hay un límite de palabras.
    Quizá debería cerrar mejor esa parte del cuento.

    Lo revisaré para conseguir una mayor continuidad con la escena de Leopold. En la versión en word, de todos modos, existe una clara separación entre ambas partes del relato, que por cierto son casi simultáneas en el tiempo, como en el libro original.

    De cualquier modo, la idea de que los artefactos producen efectos secundarios irónicos es muy buena -y la has captado al vuelo, y eso que no está explicitada en el cuento-. Te la cojo prestada para el próximo libro que preparo. De hecho, girará en torno a esos misteriosos artefactos casi mágicos.
    En estos momentos lo estoy preparando. Parto del aforismo de Arthur C. Clarke según el cual, "alcanzado cierto nivel de desarrollo, la ciencia es indistinguible de la magia". Los artefactos serán ese vínculo entre ambos mundos y el puente que une una relación imposible.

    Ya te contaré... De momento sólo trabajo en ello. Aunque tardaré por lo menos 12 meses en escribir la primera línea. Antes tengo que elaborar el paradigma. Pero la idea está ahí, plasmada en los cuentos que ahora escribo. gracias por tus aportaciones, de verdad. Son francamente estimulantes.

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